miércoles, 2 de noviembre de 2011

La niña del corte honguito


Tenía siete años cuando su mamá notó algo extraño en su cabeza. No eran las ideas estrafalarias heredadas que escondía bajo esa personalidad tímida y que a su edad resulta incomprensible. Era algo físico. Al principio, se asomaban caspas inofensivas entre sus cabellos. Ella recurría a lavarse la cabeza a diario por las mañanas. No causaba escozor, pero si extrañeza por la manera en como se reproducía. Decidieron cambiarle de shaampo, de peine, de toalla. La llevaron a un doctor que le recetó una crema para hongos. La crema ardía y enrojecía las zonas afectadas. Al parecer nada hacía efecto para mejor. Un acto desesperado fue lavarle la cabeza con creso. Sí señores, con CRESO, el tipo de desinfectante que se usa para limpiar el baño. Quiero pensar (ahora con los años) que fue por su bien ya que investigando me enteré que antiguamente desinfectaban las casas con creso cuando alguno de sus integrantes tenía una enfermedad contagiosa. El creso no hiso efecto negativo en el cabello pero tampoco eliminó las caspas, solo hasta hoy queda la duda si la afectó alterando sus neuronas. Tiempo después se les metió la idea endemoniada que si le cortaban el cabello la medicina actuaría mejor.
Frente al espejo de una peluquería le dieron a escoger algunas alternativas de cortes. No se abría a ninguna de ellas y en silencio terminó aceptando (acatando) lo que era “por su bien”. Fue doloroso cuando al quitarle la manta que protegía su ropa, girar la silla y pararse, vio frente al espejo a ella en versión niño. Se puso sus lentes, caminó mirando al piso y no dijo nada. Su tristeza era equivalente a todas las sonrisas que fingían los demás para hacerla sentir mejor. Fue doloroso pensar siquiera salir a la calle, ir al colegio, mirar a los demás y aún más, darse cuenta de cómo la miraban. Luego vino el viaje a Lima, madrugar para sacar cita en el Hospital del Niño, exámenes por la mañana en distintos hospitales, los almuerzos en el Casa del Pueblo y volver a repetir la misma rutina al día siguiente. Viajar más de 20 horas era una aventura pero había algo que ella quería saber, la razón más fuerte por la cual aceptó viajar y que le quitaría la incertidumbre. Un mes después de su regreso a casa se empezó a ver mejorías. En Lima le habían recetado una crema y unas pastillas que tuvieron como efecto secundario la disminución de su peso corporal, lo último no fue tan grave porque al menos se podía controlar.
Hoy la recuerdo con ternura y me rió por ella. Trece años han pasado y hace unos meses me topé con una foto que me causa mucha gracia. La veo a ella con el corte de hombrecito, disque bailando, aún más tímida que antes de que la trasquilaran, con un pantalón jean azul hasta más arriba del ombligo sujetado por una correa de cuero marrón, llevaba también una polera amarilla dentro del pantalón con un estampado llamativo. Unos lentes con una pita que le cuelga por detrás de las orejas y una expresión que aunque esté de perfil muestra un “Oh, no…”.
Eso fue lo que me impulsó a escribir sobre esa niña y encontrar la tan ansiada respuesta de aquella mañana en el hospital limeño que hacía que valiera la pena el haber venido “–No, no es necesario que se corte el cabello”.
Cuando ya había sido demasiado tarde.

Gracias mamá.

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